23 diciembre 2007

Formar y no deformar a las juventudes

Mi labor como docente preuniversitario me ha hecho pensar en la situación del adolescente que lucha por comprender su mundo. ¿Cómo contribuir a su desarrollo? Una concepción científica del mundo no puede olvidar el factor subjetivo. De hecho, las personas que vivimos en esta sociedad necesitamos superar nuestras contradicciones, para que luego salgan nuevas dificultades, también prestas a superarse. La crítica del individuo en desarrollo no puede aplanar a éste, forzarlo a cambiar de la noche a la mañana, sin integrarlo a un proceso.

Esta sociedad neoliberal nos enseña a desconfiar. Efectivamente, nos encerramos en nosotros mismos porque pensamos que pueden hacernos daño. O incluso pensamos que podemos convivir en medio del relativismo y la flacidez de las convicciones políticas. O, de manera más mezquina, simplemente quisieramos tener una burbuja donde encerrarnos, y vivir ahí una felicidad artificial, condenada a desaparecer en el largo plazo.

Sin embargo, en el camino encontramos la posibilidad de rectificar nuestras actitudes negativas, y repotenciar las positivas. Un medio para lograr esto consiste en insertarnos a grupos humanos conscientes y disciplinados. Los estudiantes saben esto, y siempre buscan instituciones que garanticen esta organización.

Las instituciones progresistas, en ese sentido, deben desarrollar la exitosa integración de sus nuevos elementos a su modo de trabajo. No forzarles a asumir de golpe la concepción científica, lo cual sería una actitud utópica. Los nuevos elementos interpretarían justamente esa actitud como sectaria.

Entonces, ¿cómo orientar al que desea progresar? Sin apresuramientos por sacar cambios de la nada (pues de la nada, nada sale), sin liquidar al que se juzga. Sin forzar al compañero nuevo a asumir una posición contraria a la nuestra, para luego acusarlo de conservador y alienado.

Agudizar las contradicciones para superarse es necesario en todo momento. Pero este proceso de cambio individual empieza cuando el sujeto encuentra las condiciones para avanzar. Una olla de presión, ciertamente, no es el lugar más adecuado. La labor del docente es fundamental en esto. Ganarse la confianza del alumno, para que éste sepa que tiene el apoyo y la confianza de su profesor.

Una concepción que ignore estas circunstancias no es científica. Es un simple idealismo metafísico.

18 diciembre 2007

Autobiografía intelectual. Parte I: niñez y educación pública

Considero que para iniciar un proceso de reflexión serio sobre la realidad debo asentar mi posición dentro de ella. Es por eso que he decidido iniciar unos apuntes autobiográficos, que me permitan desarrollar ese objetivo. En esa línea, pretendo crear las condiciones que me permitan un trabajo filosófico riguroso y liberado de prejuicios.


Los lectores de este blog podrán encontrar, si en su intención está el leer estas líneas, el camino que he seguido en este mundo contradictorio, y que es posible de racionalizar sólo en la medida que aprehendamos su configuración dialéctica. Mi objetivo es mostrar cómo he llegado a comprender que es bueno interpretar el mundo, pero que sobre todo hay que transformarlo.

Parte I: niñez y educación pública.

Nací en Lima, el 13 de marzo de 1981. Es decir, actualmente cuento 26 años, una edad en la que la situación social ya exige una participación política contundente y desarrollada. Lamento no estar aun en esas condiciones. Pero con optimismo vengo desarrollando esa tarea desde hace algunos meses. Coincidentemente, desde que creé este blog.

Psicoanalíticamente hablando, soy un individuo que no ha sido inmune a los diversos traumas que el entramado social promueve, regido por un capitalismo neurotizante y que, por ello mismo, es un sistema inviable, sin posibilidades de ser sostenido más allá de algunas cuantas décadas más.

Mi madre es separada, desde que yo tenía cuatro años. En ese sentido, los primeros años de mi vida fueron desarrollados en un contexto de pobreza material y espiritual. La situación social que se vivía en aquél entonces, era de una guerra interna agudizada, que desnudaba las contradicciones estructurales del sistema político peruano.

Soy un hijo de la guerra interna, por lo tanto. Esto lo digo sin afán de victimizarme. Creo que es un hecho importante de resaltar, porque ello marcó la educación que me brindó la escuela pública. Ésta, mediatizada por el Estado, estaba orientada sobre todo a sembrar miedo a los cambios. Mi educación primaria fue, centralmente, en el colegio "Mariscal Toribio de Luzuriaga" de la urbanización Olimpo, un sector clasemediero del distrito limeño de Ate. Lo que recuerdo de esto (y aquí hace falta una investigación de contexto) es que la formación era netamente academicista.

Los profesores nos alentaban a la lectura y el estudio, pero no nos decían para qué. Sin embargo, hubo una excepción. Recuerdo especialmente a mi profesor de ciencias naturales (creo que se llamaba Dagoberto), que intentaba introyectar en nosotros una concepción cientista de la realidad. Liberal y algo anticlerical, nos enseñaba a no ser niños dóciles y callados frente a los abusos de los adultos contra los que teníamos corta edad. "No tienen obligación de darle asiento a una señora joven en el bus, por más mujer que sea, ni que fuera anciana", nos decía, buscando liberarnos del machismo imperante, tan propagandizador de la imagen femenina, que la ve como un ser débil y digno de privilegios innecesarios.

Luego nos hablaba de no hacer caso a nuestros padres o a los sacerdotes, sólo por ser padres o sacerdotes. Nos planteaba que debía haber otro requisito: que lo que nos dijeran fuera razonable y verdadero. Nos exigía mucho en los estudios, por lo que los padres de familia se quejaban contra él, por no ser flexible. A pesar de ello, fue el mejor modelo de profesor que tuve.

Otra cosa que recuerdo con claridad sobre mi temprana personalidad es que tenía habilidades para los estudios. Mi madre (que era estudiante de estadística en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos) me impulsaba a ello. Sobre todo las matemáticas y el arte. Me gustaba mucho resolver ejercicios de aritmética, y dibujar era uno de mis placeres de niñez. Esto repercutió en la escuela, donde detectaron que yo tenía un cierto coeficiente intelectual por encima del promedio. El profesor Dagoberto hacía referencia a mi desempeño académico para defenderse de otra de las acusaciones de los padres de familia, que iban en el sentido de que él dictaba temas "que eran para niños de secundaria".

Era introvertido. Pero, a pesar de ello, mi "época de operaciones concretas" resultó bien llevada. Algunos de mis profesores de primaria resaltaban mi inteligencia y me ponían como ejemplo ante mis compañeros. Eso abrió en mí un sentimiento egocéntrico, que fue equilibrado (por suerte) por un entrañable grupo de tres amigos, de los que no sé hasta ahora mucho. Con ellos evité el aislamiento social, y subsané la brecha que existía con mis demás compañeros.

En conclusión, la fase primaria de mi preparación intelectual asentó en mí semillas de academicismo. He acumulado diplomas de aquellos tiempos. Lo positivo es que aprendí un primer nivel de la disciplina, la cual, en las etapas posteriores de mi vida, después de mi "estado de relajación" durante la secundaria, siempre he querido retomar. Lo negativo es que una primera capa de alienación barnizaba mi ser: empezaba a separar el trabajo intelectual del trabajo manual. Me veía como un presidente, o como un científico, pero no como un obrero, como un luchador social.

El colegio no fue mi único centro de formación. También estuvo la influencia de la educación catequística católica. Pero de eso hablaré en el próximo post sobre el tema.