14 enero 2013

La actitud del cínico y la actitud del pendejo

Se suele calificar de "cínico" a quien no admite una falta cometida, a pesar de lo obvio de su autoría. Por ejemplo, cuando ciertos políticos no admiten que han cometido una traición al pueblo, al tomar decisiones en contra de lo que ofrecieron para ser elegidos. O como la persona que, habiendo prometido exclusividad amorosa a su pareja, luego de ser descubierto recibiendo el cariño de una tercera persona, rechaza la acusación y asegura: "no lo hice voluntariamente". Y también como el machista, homófobo o racista que, al reclamársele haber herido con frases insultantes la susceptibilidad de los grupos a los que desprecia, dice: "he sido malinterpretado".

El cinismo sería pues una forma de autismo emocional, en el cual el culpable dice no ser culpable (y hasta puede convencerse de ello). Una forma de autoengaño, en la que, más que mostrar rechazo a la moral establecida y sus normas antinaturales, se las suele legitimar, al no admitir haberlas quebrantado.

Pero justamente eso no es el cinismo. El cinismo corresponde a una actitud libertaria, surgida desde muy antiguo. Es muy famosa la figura de Diógenes de Sinope, quien para justificar su rechazo de las normas, renunció a todo reconocimiento social y, es más, vivía en la calle y a expensas de los demás. Su apelativo, “el Perro”, se lo pusieron con intenciones despectivas, pero él se lo apropió y lo asumía orgulloso. Es como si hubiese querido decir a los demás: "yo seré un perro, pero aún así soy mucho mejor que ustedes".

Ser un perro. Eso es, literalmente, ser un cínico. La palabra cínico proviene del griego kinikós, que significa canino. ¿Por qué enorgullecerse de ser tal? Teniendo en cuenta que los rivales de Diógenes pensaban en un perro callejero (de esos sucios, hambrientos, parasitados, expuestos al frío y hurgadores de basureros), hay algo fundamental: esos perros no tienen amo. Son, por decirlo así, libres. No tienen que responder a nadie por su comportamiento. No tienen que aprender trucos para agradar. Y lo fundamental: no tienen que enterrar el rabo para disimular una falta cometida.

El verdadero cínico, pues, no le debe nada a la sociedad. No tiene poder, no tiene oficio estable y no quiere engendrar nuevos esclavos de las normas. No tiene nada que perder. No aspira a sacarle nada al orden establecido. Aspira a que algún día todos vivan así, al natural y cuidando de lo necesario, pero mientras llega ese momento, ¿por qué no darse el permiso de realizar en carne propia ese ideal?

Es necesario distinguir la actitud del cínico con las sinvergüencerías del incoherente que exige, pero no quiere ser exigido (que exige poder, pero no quiere ser exigido a defender al pueblo que lo eligió; que exige compromiso amoroso, pero no quiere ser exigido a ser leal; que exige respeto y reconocimiento, pero no quiere ser exigido a abandonar la discriminación). A esos los llamaremos simplemente pendejos.